Definir nuestros retos y objetivos, poner en funcionamiento la planificación y los mecanismos para alcanzarlos y trabajar en su consecución no suelen ser acciones en las que nuestra energía ni nuestra motivación se comporten a lo largo del tiempo linealmente y por tanto no se vean alteradas. Más bien al contrario.

 

Por muy bien que hayamos definido y planificado cada uno de los pasos a dar, siempre van a aparecer los inconvenientes de la incertidumbre que, aunque hayamos previsto o anticipado, requieren un gasto extra de energía.

En consecuencia, el resto de nuestras actividades se puede ver afectado por ese gasto extra y eso puede suponer un problema a la hora de disponer de esa energía cuando se necesita.

Imaginemos un teléfono móvil. Su batería no es eterna y cualquier consumo extra requiere casi una inmediata recarga para continuar funcionando a pleno rendimiento.

En ocasiones el cargador empleado resulta tener un régimen de carga más lento que el que sería adecuado para disponer de energía en ese momento justo en la que la necesitamos. Para que la batería se recargue con la velocidad adecuada se requiere disponer de un cargador rápido, habitualmente de una calidad técnica mayor. En el caso de una persona, ese detalle es aportado por la motivación, que es el suplemento que confiere más calidad a nuestro “cargador” interno.

Así que, teniendo en cuenta que habitualmente son necesarios  esos “gastos extras” de energía para cubrir esos inconvenientes indicados anteriormente, que se interponen entre nosotros y nuestros objetivos, deberíamos pensar también, antes de ponernos en marcha, en procurar disponer de la suficiente motivación para llevarlos a cabo. Solo así vamos a asegurar un buen rendimiento y no tener “bajones” prolongados en el proceso. Teóricamente sería así, porque si hemos puesto en marcha los mecanismos para conseguir un objetivo es porque contamos con la suficiente “a priori”.

Pero la realidad, en numerosas ocasiones, se empeña en desmentir esa afirmación.

 

Resulta que eventos como una sucesión de varios inconvenientes en un plazo de tiempo corto, o la magnitud de los mismos, su aparición en momentos de inestabilidad emocional, mental o física por cualquier causa y muchas otras circunstancias más, provocan en las personas dudas, temores o reticencias, factores todos que disminuyen (a veces muy drásticamente) la motivación.

Esto puede pasarle a cualquiera. Incluso a la persona más templada, formada, optimista, tenaz o profesional. Nadie está libre, porque los mecanismos mencionados antes forman parte de la condición humana ¿Cómo podemos entonces conseguir que no suceda, minimizar los efectos o, si finalmente sucede, recuperar la motivación y así lograr  ese aporte que compensa nuestra energía previamente perdida?

1) Incluir en la planificación de acciones que debemos llevar a cabo para obtener nuestros objetivos, un análisis que permita determinar los posibles inconvenientes que pudieran llegar a surgir (los habituales en la estadística o la experiencia y también los inusuales) y (enormemente importante), como podrían resolverse con los medios actuales a nuestro alcance.

Obviamente si no los tenemos, deberíamos realizar un análisis suplementario en cuanto a la forma de obtenerlos cuando puedan ser necesarios o incluso, si es que lo estimamos conveniente en función de la importancia que puede suponer no tenerlos cuando surja el inconveniente, incluirlos en nuestra lista de elementos necesarios para empezar el proceso de obtención de objetivos. Se trata de minimizar el impacto del inconveniente reduciendo el tiempo de respuesta al mismo. Si conozco qué es lo que puede pasar y cómo puedo actuar, gasto mucha menos energía.

2) Establecer muy bien el “para qué”, es decir, la motivación intrínseca para poner en marcha toda la maquinaria de consecución de objetivos con el gasto de energía que supone.

En este punto, una precisión que creo muy importante: Un “para qué” no debe ser nunca construido desde la necesidad sino desde el deseo. La necesidad nunca es un arma motivacional, porque condiciona demasiado y desde ese punto, algo que debe ser sólido, como es la motivación, se convierte, en algo frágil y que fácilmente puede venirse abajo.

3) Trabajar previamente y durante las primeras fases del proceso con un coach. El trabajo de coaching efectuado con anterioridad, asegura una definición de objetivos mucho más cercano al “para qué” anterior.

El trabajo de liberación de creencias, supuestos y respuestas automáticas permite liberar muchas trabas a la hora de reflexionar sobre “qué es lo que quiero de verdad”, para inmediatamente establecer el “para qué lo quiero”.

Asimismo y en las primeras fases del proceso de consecución de objetivos, donde, como hemos visto, es tan crítico realizar un buen análisis de los posibles inconvenientes que nos encontremos, el coaching permite generar un espacio de trabajo con la realidad (y no con “nuestras realidades”) y conseguir ser objetivo y metódico en ese punto tan importante.

Por último, el acompañamiento y la labor de facilitación del/de la coach hace que en todo momento  el proceso requiera de mucha menos energía que si las reflexiones se hicieran individualmente y además, aporta una confianza extra porque alguien va a “tender la red” y va a sostenernos cuando por cualquier causa podamos caer.

Siguiendo estas premisas y realizando un trabajo serio y comprometido consigo misma, la persona puede situarse en una posición mucho más ventajosa para obtener rendimiento del mismo, minimizando el consumo de energía o en todo caso aplanando la curva de “subidas y bajadas” que por nuestra condición humana sufrimos en el desarrollo de nuestros proyectos, sean profesionales o vitales.

En ese ámbito, el coaching se constituye como un arma muy poderosa para, empleando nuestras capacidades y recursos internos al máximo de su potencia, obtener éxitos mucho más rápidos y de mas magnitud.